GIORGIO AGAMBEN - ¿Qué es lo contemporáneo?
La
pregunta que quisiera apuntar al comienzo de este [texto] es: “¿De
quién y de qué somos contemporáneos? Y, ante todo, ¿qué significa ser
contemporáneos?” Una primera y provisoria indicación para orientar
nuestra búsqueda hacia una respuesta nos llega de Nietzsche. Justamente
en uno de sus cursos en el Collège de France, Roland Barthes la resume
de esta manera: “Lo contemporáneo es lo intempestivo”. En 1874,
Friedrich Nietzsche, un joven filósofo que había trabajado hasta ese
momento con textos griegos y dos años antes había alcanzado una
inesperada fama con El nacimiento de la tragedia, publica las
Unzeitgemässe Betrachtungen, las “Consideraciones intempestivas”, con
las que quiere hacer las cuentas con su tiempo, tomar posición con
respecto al presente. “Esta consideración es intempestiva”, así se lee
al principio de la segunda “Consideración”, pues trata de “entender como
un mal, un inconveniente y un defecto algo de lo que la época está
orgullosa, es decir, su cultura histórica, pues yo pienso que todos
somos devorados por la fiebre de la historia pero por lo menos
tendríamos que darnos cuenta”. Nietzsche coloca su pretensión de
“actualidad”, “su contemporaneidad” con respecto al presente, dentro de
una falta de conexión, en un desfase. Pertenece verdaderamente a su
tiempo, es realmente contemporáneo aquel que no coincide perfectamente
con él ni se adapta a sus pretensiones, y es por ello, en este sentido,
no actual; pero, justamente por ello, justamente a través de esta
diferencia y de este anacronismo, él es capaz más que los demás de
percibir y entender su tiempo.
Esta
falta de coincidencia, este intervalo no significa, obviamente, que
contemporáneo sea aquel que vive en otro tiempo, un nostálgico que está
mejor en la Atenas de Pericles o en el París de Robespierre y del
marqués de Sade que en la ciudad o en el tiempo en el que le tocó vivir.
Un hombre inteligente puede odiar su tiempo, pero de todas maneras sabe
que pertenece a él irrevocablemente, sabe que no puede huir a su
tiempo.
La
contemporaneidad es esa relación singular con el propio tiempo, que se
adhiere a él pero, a la vez, toma distancia de éste; más
específicamente, ella es esa relación con el tiempo que se adhiere a él a
través de un desfase y un anacronismo. Aquellos que coinciden
completamente con la época, que concuerdan en cualquier punto con ella,
no son contemporáneos pues, justamente por ello, no logran verla, no
pueden mantener fija la mirada sobre ella.
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En
1923, Osip Mandelštam escribe una poesía que titula “El siglo” (aunque
la palabra rusa vek significa también “época”). Ella contiene no una
reflexión sobre el siglo, sino sobre la relación entre el poeta y su
tiempo, es decir, sobre la contemporaneidad. No el “siglo”, sino, según
las palabras que abren el primer verso, “mi siglo” (vek moi):
Siglo mío, mi bestia, ¿quién podrá/ mirarte a los ojos/ y unir con su sangre/ las vértebras de dos siglos?
El
poeta, quien tenía que pagar su contemporaneidad con la vida, es aquel
que debe tener fija la mirada en los ojos de su siglo-bestia, unir con
su sangre la espalda despedazada de su tiempo. Los dos siglos, los dos
tiempos no son solamente, como fue sugerido, el siglo XIX y el XX, sino
también, y ante todo el tiempo de la vida del individuo (recuerden que
la palabra latina “saeculum” significa en sus orígenes el tiempo de la
vida) y el tiempo histórico colectivo, que llamamos, en este caso, el
siglo XX, cuya espalda —aprendemos en la última estrofa de la poesía—
está despedazada. El poeta, en cuanto contemporáneo, representa esta
fractura, es lo que impide al tiempo formarse y, a la vez, la sangre que
debe suturar la ruptura. El paralelismo entre el tiempo —y las
vértebras— de la criatura y el tiempo —y las vértebras— del siglo
constituye uno de los temas esenciales de la poesía:
Hasta
que vive la criatura/ debe llevar sus propias vértebras,/ los flujos
bromean/ con la invisible columna vertebral./ Como tierno, infantil
cartílago/ es el siglo neonato de la tierra.
El
otro gran tema —también éste, como el anterior, una imagen de la
contemporaneidad— es el de las vértebras despedazadas del siglo y de su
unión, que es obra del individuo (en este caso, del poeta):
Para
liberar al siglo de las cadenas/ para dar inicio al nuevo mundo/ se
necesita reunir con la flauta/ las rodillas nudosas de los días.
Se
puede probar con la siguiente estrofa, la que cierra el poema, que se
trata de una labor irrealizable —o, incluso paradójica—. No sólo la
época-bestia tiene las vértebras despedazadas, sino también vek, el
siglo que apenas nació, con un gesto imposible para quien tiene la
espalda rota, quiere voltearse hacia atrás, contemplar las propias
huellas y, de este modo, muestra su rostro demente:
Pero
está despedazada tu columna/ mi estupendo y pobre siglo./ Con una
sonrisa insensata/ como un bestia alguna vez flexible/ te volteas hacia
atrás, débil y cruel/ a contemplar tus huellas.
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El
poeta —el contemporáneo— debe tener fija la mirada en su tiempo. ¿Pero
qué es lo que ve quien observa su tiempo, la sonrisa demente de su
siglo? En este punto quisiera proponerles una segunda definición de la
contemporaneidad: contemporáneo es aquel que tiene la mirada fija en su
tiempo, para percibir no la luz sino la oscuridad. Todos los tiempos
son, para quien experimenta la contemporaneidad, oscuros. Contemporáneo
es, justamente, aquel que sabe ver esta oscuridad, y que es capaz de
escribir mojando la pluma en las tinieblas del presente. ¿Pero qué
significa “ver las tinieblas”, “percibir la oscuridad”?
Una
primera respuesta nos la sugiere la neurofisiología de la visión. ¿Qué
nos pasa cuando nos encontramos en un ambiente en el que no hay luz, o
cuando cerramos los ojos? ¿Qué es la oscuridad que vemos en ese momento?
Los neurofisiólogos nos dicen que la ausencia de luz desinhibe una
serie de células periféricas de la retina, llamadas justamente
off-cells, que entran en actividad y producen esa particular especie de
visión que llamamos oscuridad. Por lo tanto, la oscuridad no es un
concepto exclusivo, la simple ausencia de luz, algo como una no-visión,
sino el resultado de la actividad de las off-cells, un producto de
nuestra retina. Esto significa, si regresamos ahora a nuestra tesis
sobre la oscuridad de la contemporaneidad, que percibir esta oscuridad
no es una forma de inercia o de pasividad, sino implica una actividad y
una habilidad particular, que, en nuestro caso, corresponden a
neutralizar las luces que provienen de la época para descubrir sus
tinieblas, su oscuridad especial, que, sin embargo, no se puede separar
de esas luces.
Puede
decirse contemporáneo sólo aquel que no se deja cegar por las luces del
siglo y que logra distinguir en ellas la parte de la sombra, su íntima
oscuridad. Sin embargo, con todo ello, no hemos logrado todavía
responder a nuestra pregunta. ¿Por qué el lograr percibir las tinieblas
que provienen de la época tendría que interesarnos? ¿No es quizá la
oscuridad una experiencia anónima y por definición impenetrable, algo
que no está dirigido a nosotros y que no puede, por eso mismo,
correspondernos? Al contrario, el contemporáneo es aquel que percibe la
oscuridad de su tiempo como algo que le corresponde y no deja de
interpelarlo, algo que, más que otra luz se dirige directa y
especialmente a él. Contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el
haz de tinieblas que proviene de su tiempo.
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En
el firmamento que observamos en la noche, las estrellas resplandecen
rodeadas por una espesa oscuridad. Dado que en el universo hay un número
infinito de galaxias y de cuerpos luminosos, la oscuridad que vemos en
el cielo es algo que, según los expertos, necesita de una explicación.
Es justamente de la explicación que la astrofísica contemporánea da de
esta oscuridad de lo que quisiera hablarles en este momento. En el
universo en expansión, las galaxias más remotas se alejan de nosotros a
una velocidad tan fuerte que su luz no logra alcanzarnos. Lo que
percibimos como la oscuridad del cielo, es esta luz que viaja a una gran
velocidad hacia nosotros y, sin embargo, no puede alcanzarnos pues las
galaxias de las que proviene se alejan a una velocidad superior a la de
la luz.
Percibir
en la oscuridad del presente esta luz que trata de alcanzarnos y no
puede hacerlo, esto significa ser contemporáneos. Por ello los
contemporáneos son raros. Y por eso, ser contemporáneos es, ante todo,
una cuestión de valor: pues significa ser capaces no sólo de tener la
mirada fija en la oscuridad de la época, sino incluso percibir en esa
oscuridad una luz que, dirigida hacia nosotros, se aleja infinitamente.
Es decir, una cosa más: ser puntuales a una cita a la que sólo se puede
faltar.
Es
por ello que el presente que percibe la contemporaneidad tiene las
vértebras rotas. En efecto, nuestro tiempo, el presente no es solamente
el más lejano: no puede de ninguna manera alcanzarnos. Su espalda está
despedazada y nosotros nos mantenemos exactamente en el punto de la
fractura. A pesar de todo, por esto somos contemporáneos a él. Entiendan
bien que la cita que está en cuestión con la contemporaneidad no tiene
lugar sólo en el tiempo cronológico: está en el tiempo cronológico, algo
que es necesario y que lo transforma. Y esta urgencia es la
inconveniencia, el anacronismo que nos permite comprender nuestro tiempo
en la forma de un “demasiado pronto”, que es también un “demasiado
tarde”, de un “ya” que es, incluso, un “no aún”. Y, al mismo tiempo,
reconocer en las tinieblas del presente la luz que, sin que jamás pueda
alcanzarnos, está perennemente en viaje hacia nosotros.
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La
contemporaneidad se inscribe en el presente y lo marca, ante todo, como
arcaico, y sólo quien percibe en lo más moderno y reciente los indicios
y las marcas de lo arcaico puede ser contemporáneo. Arcaico significa:
cercano al arké, es decir, al origen. Pero el origen no está situado
sólo en un pasado cronológico, él es contemporáneo al devenir histórico y
no cesa de actuar en éste, de la misma manera que el embrión sigue
actuando en los tejidos del organismo maduro y el niño en la vida
psíquica del adulto. La división y, al mismo tiempo, la cercanía, que
definen la contemporaneidad tienen su fundamento en esta cercanía con el
origen, que en ningún punto late con tanta fuerza como en el presente.
Quien ha visto por primera vez, llegando al amanecer por mar, los
rascacielos de Nueva York, rápidamente percibe esta facies arcaica del
presente, esta proximidad con las ruinas cuyas imágenes atemporales del
11 de septiembre hicieron evidentes a todos.
Los
historiadores de la literatura y del arte saben que entre lo arcaico y
lo moderno hay una cita secreta, y no sólo porque, justamente, las
formas más arcaicas parecen ejercer sobre el presente una fascinación
particular, sino más bien porque la llave de lo moderno está escondida
en lo inmemorial y en lo prehistórico. Así el mundo antiguo, al llegar a
su fin, se vuelve, para reencontrarse, con sus inicios; la vanguardia,
que se perdió en el tiempo, persigue lo primitivo y lo arcaico. Es en
este sentido que se puede decir que la vía de entrada al presente tiene
necesariamente la forma de una arqueología. Que, sin embargo, no
retrocede a un pasado remoto, sino a lo que en el presente no podemos
vivir de ninguna manera, y al permanecer sin vivir, es incesantemente
absorbido, hacia el origen, sin que se pueda alcanzar jamás. Dado que el
presente no es otra cosa más que lo no-vivido de todo lo vivido y lo
que impide el acceso al presente es justamente la masa de lo que, por
alguna razón (su carácter traumático, su demasiada cercanía), no
logramos vivir en él. El cuidado puesto a esto no-vivido es la vida del
contemporáneo. Y ser contemporáneos significa, en este sentido, regresar
a un presente en el que nunca hemos estado.
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Aquellos
que han intentado reflexionar sobre la contemporaneidad, lo pudieron
hacer sólo con la condición de dividirla en varios tiempos, de
introducir en el tiempo una des-homogeneidad esencial. Quien puede
decir: “mi tiempo” divide al tiempo, inscribe en él una cesura y una
discontinuidad: y, sin embargo, justamente a través de esta cesura, de
esta interpolación del presente en la homogeneidad inerte del tiempo
lineal, el contemporáneo pone en obra una relación especial entre los
tiempos. Si, como vimos, es el contemporáneo el que despedazó las
vértebras de su tiempo (o, más bien, percibió la falla, o el punto de
ruptura). Él hace de esta fractura el lugar de una cita y de un
encuentro entre los tiempos y las generaciones. Nada más ejemplar, en
este sentido, que el gesto de Pablo, en el momento en el que lleva a
cabo y anuncia a sus hermanos la contemporaneidad por excelencia: el
tiempo mesiánico: el ser contemporáneos del Mesías, y que llama
justamente el “tiempo-de ahora” (ho nyn cairos). No sólo este tiempo es
cronológicamente indeterminado (la parusía, el regreso de Cristo, que
señala el fin, es verdadero y está cercano, pero es incalculable) sino
que él tiene la singular capacidad de poner en relación consigo mismo
cada instante del pasado, de hacer de cada momento o episodio de la
narración bíblica una profecía o una prefiguración (typos es el término
que Pablo prefiere) del presente (así Adán, a través del cual la
humanidad recibió la muerte y el pecado, es “tipo” o figura del Mesías,
que lleva a los hombres hacia la redención y hacia la vida).
Esto
significa que el contemporáneo no es sólo aquel que, percibiendo la
oscuridad del presente, comprende la luz incierta; es también aquel que,
dividiendo e interpolando el tiempo, es capaz de transformarlo y de
ponerlo en relación con los demás tiempos, de leer de forma inédita la
historia, de “citarla” según una necesidad que no proviene de ninguna
manera de su arbitrio sino de una exigencia a la que él no puede
responder. Es como si esa invisible luz que es la oscuridad del presente
proyectara su sombra sobre el pasado y éste, tocado por este haz de
sombra, adquiriera la capacidad de responder a las tinieblas del
presente. Algo más o menos semejante debía tener en mente Michael
Foucault cuando escribía que sus investigaciones históricas sobre el
pasado son solamente la sombra de su interrogación teórica del presente.
Y W. Benjamin, cuando escribía que el índice histórico contenido en las
imágenes del pasado muestra que ellas alcanzarán su legibilidad sólo en
un determinado momento de su historia. Es de nuestra capacidad de
escuchar esa exigencia y esa sombra, de ser contemporáneos no sólo de
nuestro siglo y del “presente” sino también de sus figuras en los textos
y en los documentos del pasado, que dependerán el éxito o fracaso de
nuestro seminario.
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Este texto, inédito en español, fue leído en el curso de Filosofía
Teorética que se llevó a cabo en la Facultad de Artes y Diseño de
Venecia entre 2006 y 2007.
** Traducción: Verónica Nájera
***Homo sacer
fue la trilogía con la que el pensador italiano se colocó en un lugar
prominente de la filosofía política contemporánea, aunque en su obra
también confluyen ensayos sobre literatura, lingüística, derecho,
teología, estética y metafísica. Alumno de Martin Heidegger entre 1966 y
1968, Giorgio Agamben (Roma, 1942) dirigió la edición italiana de las Obras completas de Walter Benjamin, y desde 2003 es profesor de estética en la Università de Venecia. Sus títulos más recientes son El reino y la gloria (2007) y Signatura rerum. Sobre el método (2008), en los que extiende el análisis de la soberanía política hacia las cuestiones económicas y gubernamentales.